domingo, 17 de septiembre de 2006

Alegrías ambientales


LA LEY DE PROTECCIÓN del territorio de Canarias es -sin lugar a dudas y en líneas generales- un buen documento, que ha desempeñado un papel fundamental a la hora de preservar buena parte de nuestro medio natural y su biodiversidad. En ese sentido, sin ese marco legal ningún freno hubiera podido detener la voracidad urbanística y cementera que ha proliferado en nuestra tierra los últimos años.

Ahora bien, el título, la razón de este artículo viene a tenor de los efectos "colaterales" negativos de la citada legislación que se están registrando en amplias franjas de nuestro territorio, especialmente en los espacios forestales y sus proximidades, que antaño fueron cultivados, pastoreados o aprovechados de alguna manera por la población. Después de varios años consecutivos hemos podido comprobar cómo los hechos se repiten continuamente, poniendo en peligro la misma naturaleza que tratamos de proteger a toda costa. Nos referimos a las fincas particulares, una buena parte del territorio forestal de la isla, tierras cultivadas hasta hace bien poco y que ahora se encuentran completamente abandonadas por sus propietarios, convirtiéndose en un peligroso foco para incendios en los meses de verano y amenazando al resto de los espacios naturales protegidos.
En estas últimas semanas hemos padecido numerosos conatos e incendios que se originaban en esas fincas particulares que, más allá de que sean intencionados o no, reflejan un problema creciente y preocupante cara al futuro, propiciado además por un marco legal inadecuado, romántico y excesivamente burocrático, que no ha previsto los costes económicos y ecológicos de una simple declaración voluntarista, sin contenido, valga como ejemplo el suelo de vocación forestal con declaraciones proteccionistas sólo en el papel, una situación alejada totalmente de los usos tradicionales de los hombres y mujeres de nuestro campo. Esta situación complica sobremanera la gestión y la defensa de los montes públicos, colindantes con las fincas particulares, criaderos de matorrales y maleza, con especies sorprendentemente protegidas por la ley y especialmente propicias para el fuego. La administración pública carece de recursos y herramientas legales para intervenir y prevenir ambientalmente en las citadas fincas particulares. Mientras tanto, en lugares como Aguagarcía (Tacoronte) se registran hasta una docena de conatos e incendios en una sola semana que -afortunadamente- fuimos capaces de atajar antes de que se extendieran. No siempre vamos a poder hacerlo si no atacamos el problema en su raíz. De otra manera, continuaremos como hasta ahora: a la defensiva.
En este mismo orden de problemas podemos aludir a la normativa sobre Protección de la flora y la fauna silvestre, que limita y obstaculiza a los agricultores que pretendan recuperar terrenos de cultivo abandonados o bien los limita si intentan luchar contra diversas plagas que ataquen sus cultivos como lagartos y mirlos. En definitiva, carecemos de un marco legal flexible y adaptado a los nuevos tiempos que proteja a las verdaderas especies en peligro de las que no lo están. El proteccionismo a ultranza amenaza con contribuir a extinguir los usos tradicionales de nuestros montes, ya con suficientes problemas por otros factores.
Por otro lado, la legislación debe arbitrar medidas que ayuden a que los propietarios particulares se ocupen mínimamente del mantenimiento de las fincas o bien la cedan para su gestión a la administración pública. Deben, de una manera o de otra, asumir su responsabilidad por el bien de toda la comunidad y de nuestros paisajes forestales. La administración pública que pagamos entre todos no puede ser en última instancia la que afronte en solitario la dejadez de unos pocos.
Por último, tenemos que lograr que la propia administración se humanice un poquito y facilite de nuevo a los hombres y mujeres que quieren retomar la agricultura en fincas antaño cultivadas esta iniciativa que, además, contribuye a proteger nuestro medio ambiente. La maleza no puede estar más protegida que el hombre y su cultura. Al agricultor que cace un lagarto que devora sus uvas le cae una sanción económica con la ley en la mano y eso no es de recibo. Al final, el sentido común debe primar en el marco legal y en la gestión del territorio, sea espacio natural protegido, medio rural o medio urbano. Entre todos debemos apostar por hacer las leyes más humanas y racionales.
En nombre del medio ambiente y utilizando un presunto proteccionismo de despacho no se justifican todas las dificultades burocráticas a las que se enfrentan los agricultores canarios cuando tratan de recuperar la tierra cultivada por sus antepasados. Sin que lleguemos al otro extremo, de la permisividad total, hay que reclamar de nuevo que la ley contemple como prioridad la protección de la cultura tradicional y de las personas que la mantienen viva, en especial, cuando estas labores nos ayudan a conservar el medio ambiente.

Wladimiro Rodríguez Brito es DOCTOR EN GEOGRAFÍA
EL DIA, 17 de Septiembre 2006