CASI TODOS LOS DÍAS recibimos quejas de hombres y
mujeres vinculados al campo sobre los problemas derivados de un marco legal que
controla y limita los usos tradicionales, y que hace día a día más dura la vida
a nuestra gente comprometida con la tierra y sus frutos. Algunos tienen la
desagradable sensación de que "estorban" a la sociedad urbana y
consumidora de suelo para solares en que se ha convertido Canarias.
Ante esta coyuntura parece razonable que hagamos una
reflexión pública para denunciar la injusticia flagrante que en nombre de la
ley y una presunta protección del suelo rústico está amenazando a las pocas
personas que hoy por hoy le dan sentido como tal. No sólo estamos en la
dinámica -ya suficientemente conocida- de defender a la agricultura y la
ganadería en Canarias, sino que además tenemos que apoyar a los que viven de la
tierra y reivindican una vivienda digna en su suelo, o mejorar las condiciones
de habitabilidad de la que ya tienen. Estas intenciones son -en la actualidad-
prácticamente utópicas con la ley en la mano.
Para la construcción de un baño o una cocina, anexo a la
vivienda persistente, los impedimentos son tan grandes que acaban con la
ilusión de los propietarios. Lo curioso del tema es que no existe la misma vara
de medir con las decenas de miles de adosados que pululan sobre las antiguas
tierras de cultivo de las islas, bien por planes parciales o por
recalificaciones de terrenos municipales. En la última década, en España los
ayuntamientos han recalificado como urbanizable el 25 por ciento de la
superficie total del estado. Se es especialmente permisivo con las
macro-urbanizaciones bendecidas por la administración y se hostiga sin piedad
al agricultor o al ganadero individual, que se verá obligado a desplazarse a los
espacios urbanos para poder aspirar a una vivienda digna. Toda esta presión
bajo la coartada de la protección del mismo suelo rústico, que es cercado e
invadido por todas estas barriadas de adosados.
Sería deseable, aunque parece poco probable, que el Parlamento
de Canarias intervenga y modifique el marco legal, de manera que dificulte la
acción a los especuladores del suelo y beneficie a los que legítimamente
aspiran a vivir en la tierra de sus antepasados y de la que viven. Obviamente,
esto no quita para que se controle y se persiga cualquier tipo de picaresca o
fraude que permita hacer pasar por casas de agricultores o por cuartos de
aperos segundas residencias para chuletadas o chalets de fin de semana con
vistas al campo, respectivamente. De esta manera, nos encontramos con que cada
vez vive más gente en el campo pero que no pertenece a él, y que incluso le
molesta, cuando denuncia a los agricultores o a los ganaderos por los olores o
las moscas generadas por el ganado o por el estiércol utilizado para abonar la
tierra. Es especialmente preocupante que algunas administraciones promuevan
barriadas de viviendas sociales en los pueblos del archipiélago en los que no
existe el mínimo espacio para plantar una mata de perejil o tener un gallinero.
Es un error el empeño en construir viviendas sociales con tipologías alejadas a
la cultura del medio rural.
En definitiva, el proceso está claro: estamos urbanizando no
sólo el agro sino también, lo que es más preocupante, las mentes de los
habitantes del mundo rural del mañana, privándoles de la cultura y las
tradiciones de sus antepasados, convirtiendo núcleos privilegiados en espacios
rurales en ciudades dormitorios de la capital o de los polos turísticos.
Resulta inaudito que se llegue a medir en centímetros la superficie de los
cuartos de aperos auténticos que se tratan de desarrollar en nuestro territorio
mientras se parcela sin recato el suelo agrario.
La proliferación de "viviendas cosméticas" no
puede justificar el "talibanismo" en contra de cualquier tipo de
construcción ligada a la actividad agraria. Por supuesto deben existir
criterios claros y tajantes sobre cuántos metros se pueden permitir en tierras
de regadío o secano, siempre que estén ligados a la actividad agrícola o
ganadera.
Se deben establecer porcentajes de renta familiar vinculada
al sector. En definitiva, hemos de facilitar que las familias que quieren vivir
en el campo puedan hacerlo, sin más dificultades burocráticas y problemas, que
están promoviendo picarescas reincidentes con viviendas sin ningún lazo real de
sus propietarios con el sector primario y que perjudican a los verdaderos campesinos.
Estas viviendas para agricultores no serán habilitadas si las tierras dejan de
cultivarse.
Por último, tenemos que asumir nuestras responsabilidades,
desde el conjunto de administraciones competentes (ayuntamientos, cabildos y
Gobierno de Canarias) se ha de trabajar para buscar soluciones racionales y
equilibradas que respondan y cubran estas carencias. El proceso aún es
reversible si arrimamos el hombro y se toman medidas urgentes. El parlamento
debe, en última instancia, estudiar este tema y buscar alternativas que hagan
posible la vida y el trabajo de las personas ligado a la tierra. Estas familias
de los campos canarios tienen todo el derecho no sólo a ser jardineros de
nuestra tierra sino también a contribuir a mantener y preservar una cultura ancestral,
a la vez que proporcionan alimentos frescos y sanos.
Wladimiro Rodríguez Brito es DOCTOR EN GEOGRAFÍA
EL DIA, 24 de Septiembre 2006