EN ESTOS CALUROSOS DÍAS de finales de agosto y
principios de septiembre es especialmente triste salir a dar un paseo al campo
y contemplar la gran cantidad de frutales que sobreviven en medio del abandono
más absoluto. La fruta permanece caída al pie del árbol confirmando el fracaso
de la vida en su sentido más puro.
A nadie le interesan ya las almendras, los
higos, las peras o los tunos que estas plantas no dejan de ofrecer a pesar de
tantas dificultades. Por este motivo utilizo este titular cinematográfico,
propio de un momento histórico de la década de los sesenta, cuando comienza el
éxodo rural hacia los espacios urbanos y el genial y añorado Paco Martínez
Soria deja el campo y se traslada a la ciudad, descubriendo un mundo nuevo y
desconocido, con unos hábitos de conducta completamente diferentes a su lugar
de procedencia. Esta caricatura cinematográfica se enmarca en un tiempo en el
que lo urbano era minoritario y lo rural dominaba ampliamente en la España que
comenzaba a despegar de las difíciles décadas de la posguerra.
Hoy nadie discute que el éxodo rural hacia las ciudades se
ha convertido en un problema, agravado si cabe porque la mentalidad urbana se
extiende hasta alcanzar los lugares más remotos de nuestra Geografía. La
cultura de lo urbano domina y se extiende -gradual e inexorablemente-
desbordando los ámbitos urbanos, desplazando y eliminando todos los aspectos
rurales que no sean compatibles con la filosofía hegemónica de los "nuevos
tiempos". En nombre de la mal entendida modernidad y el supuesto progreso
se están imponiendo diversos tópicos que, más tarde o más temprano, nos pasarán
una seria factura. Es decir, el campo es sinónimo del pasado, lo pobre, el
atraso y la miseria. Continuamos haciendo chistes y comentarios despectivos
respecto de la figura del "mago", el hombre del campo, frente al
"yuppi" moderno y estereotipado, como ideal de vida. Aún peor,
infravaloramos el trabajo del campo frente al trabajo en cualquier otro sector
de la actividad laboral. La seguridad social concede pensiones de miseria a un
agricultor que ha dedicado toda su vida a labrar la tierra. En definitiva, aún
esta sociedad no comprende que se encuentra en deuda con los miles de hombres y
mujeres que araron la tierra con sudores y lágrimas para hacer que sus hijos
estudiaran en universidades y trabajaran en los servicios, aportando alimentos
frescos y baratos en la España de la autarquía.
Otra cuestión que demuestra este desprecio es el pago que
reciben por su producción, los agricultores apenas cobran un 20 por ciento del
precio final que desembolsa un ama de casa canaria, que compra a escasos
kilómetros de la finca donde se ha producido la fruta o la verdura que consume
su familia. Incomprensible. Las mitificadas grandes superficies que pululan por
doquier compran grandes cantidades de mercancías foráneas que importan y hunden
los precios de la producción local, obligada a devaluar sus precios para poder
obtener algo a cambio.
La crisis agraria aparece asociada a la decadencia de otras
profesiones afectadas por la nueva economía y la revolución tecnológica
(zapateros, latoneros, herreros, albarderos y un largo etcétera casi han
desaparecido de nuestra Geografía). Por eso, los hijos y descendientes de los
agricultores huyen del trabajo en el campo como alma que lleva el diablo. Esto
se explica no sólo por razones económicas sino también por otras de índole
laboral y social, es decir, trabajar la tierra no está bien considerado en los
tiempos que corren.
Es tan habitual que esta sociedad urbana y consumista en la
que vivimos teorice sobre el campo, mientras que al mismo tiempo es incapaz de
ofrecer alternativas creíbles para que algunos jóvenes siembren ilusiones y
arraiguen socialmente en el medio rural, en un modelo de vida bien distinto y
con valores prácticamente inexistentes en los espacios urbanos. Tenemos pocas
excepciones de esta falta de consideración social, si exceptuamos las
referencias de Arístides Moreno, el del "Horcon boys", o la polka del
intermediario de Nijota y Los Sabandeños, apenas existen muestras de
reconocimiento cultural hacia la labor de nuestra gente del campo y su
problemática.
Ante esta situación se hace aún más necesaria una visión de
compromiso y futuro. Hay que plantearse si es factible vivir en estas islas sin
producir un porcentaje significativo de productos frescos, si es posible vivir
en una cultura interminable de derroche de recursos y agotamiento de nuestros
bienes más preciados, nuestra cultura tradicional, el suelo agrario, el paisaje
y el medio ambiente, entre otros; Debemos reflexionar si podemos permitirnos el
lujo de renunciar y abandonar una cultura arraigada y perfeccionada a lo largo
de más de cinco siglos, adaptada a los elementos para sobrevivir en un medio
difícil y que no regalaba nada, capaz de transformar ásperos malpaíses e
inhóspitos eriales en vergeles.
Y es aquí, en el mundo de los problemas energéticos del
siglo XXI cuando hay que valorar si podemos aspirar en el futuro a seguir
llenando las bodegas de barcos y aviones para abastecer a más de 2 millones de
personas residentes y 12 millones de turistas al año con un nivel de consumo y
aspiraciones simplemente insostenible. Ante estas incertidumbres de futuro y de
presente es necesario que entre todos, sin distinción de ideologías o
religiones, pensemos y replanteemos nuevas fórmulas que permitan a esta
sociedad afrontar un futuro mejor, con esperanza e ilusión. No valen sólo
frases hechas. No aceptamos que el campo es el pasado, sino que de verdad debe
constituir también nuestro futuro. No se puede hablar de progreso pensando sólo
en asfalto y cemento, tampoco podremos hablar de estabilidad social si no
tenemos una parcela de tierra cultivada en nuestra vida.
Wladimiro Rodríguez Brito es DOCTOR EN GEOGRAFÍA
EL DIA, 3 de Septiembre 2006