domingo, 3 de septiembre de 2006

El campo no es para mí


EN ESTOS CALUROSOS DÍAS de finales de agosto y principios de septiembre es especialmente triste salir a dar un paseo al campo y contemplar la gran cantidad de frutales que sobreviven en medio del abandono más absoluto. La fruta permanece caída al pie del árbol confirmando el fracaso de la vida en su sentido más puro.
A nadie le interesan ya las almendras, los higos, las peras o los tunos que estas plantas no dejan de ofrecer a pesar de tantas dificultades. Por este motivo utilizo este titular cinematográfico, propio de un momento histórico de la década de los sesenta, cuando comienza el éxodo rural hacia los espacios urbanos y el genial y añorado Paco Martínez Soria deja el campo y se traslada a la ciudad, descubriendo un mundo nuevo y desconocido, con unos hábitos de conducta completamente diferentes a su lugar de procedencia. Esta caricatura cinematográfica se enmarca en un tiempo en el que lo urbano era minoritario y lo rural dominaba ampliamente en la España que comenzaba a despegar de las difíciles décadas de la posguerra.
Hoy nadie discute que el éxodo rural hacia las ciudades se ha convertido en un problema, agravado si cabe porque la mentalidad urbana se extiende hasta alcanzar los lugares más remotos de nuestra Geografía. La cultura de lo urbano domina y se extiende -gradual e inexorablemente- desbordando los ámbitos urbanos, desplazando y eliminando todos los aspectos rurales que no sean compatibles con la filosofía hegemónica de los "nuevos tiempos". En nombre de la mal entendida modernidad y el supuesto progreso se están imponiendo diversos tópicos que, más tarde o más temprano, nos pasarán una seria factura. Es decir, el campo es sinónimo del pasado, lo pobre, el atraso y la miseria. Continuamos haciendo chistes y comentarios despectivos respecto de la figura del "mago", el hombre del campo, frente al "yuppi" moderno y estereotipado, como ideal de vida. Aún peor, infravaloramos el trabajo del campo frente al trabajo en cualquier otro sector de la actividad laboral. La seguridad social concede pensiones de miseria a un agricultor que ha dedicado toda su vida a labrar la tierra. En definitiva, aún esta sociedad no comprende que se encuentra en deuda con los miles de hombres y mujeres que araron la tierra con sudores y lágrimas para hacer que sus hijos estudiaran en universidades y trabajaran en los servicios, aportando alimentos frescos y baratos en la España de la autarquía.
Otra cuestión que demuestra este desprecio es el pago que reciben por su producción, los agricultores apenas cobran un 20 por ciento del precio final que desembolsa un ama de casa canaria, que compra a escasos kilómetros de la finca donde se ha producido la fruta o la verdura que consume su familia. Incomprensible. Las mitificadas grandes superficies que pululan por doquier compran grandes cantidades de mercancías foráneas que importan y hunden los precios de la producción local, obligada a devaluar sus precios para poder obtener algo a cambio.
La crisis agraria aparece asociada a la decadencia de otras profesiones afectadas por la nueva economía y la revolución tecnológica (zapateros, latoneros, herreros, albarderos y un largo etcétera casi han desaparecido de nuestra Geografía). Por eso, los hijos y descendientes de los agricultores huyen del trabajo en el campo como alma que lleva el diablo. Esto se explica no sólo por razones económicas sino también por otras de índole laboral y social, es decir, trabajar la tierra no está bien considerado en los tiempos que corren.
Es tan habitual que esta sociedad urbana y consumista en la que vivimos teorice sobre el campo, mientras que al mismo tiempo es incapaz de ofrecer alternativas creíbles para que algunos jóvenes siembren ilusiones y arraiguen socialmente en el medio rural, en un modelo de vida bien distinto y con valores prácticamente inexistentes en los espacios urbanos. Tenemos pocas excepciones de esta falta de consideración social, si exceptuamos las referencias de Arístides Moreno, el del "Horcon boys", o la polka del intermediario de Nijota y Los Sabandeños, apenas existen muestras de reconocimiento cultural hacia la labor de nuestra gente del campo y su problemática.
Ante esta situación se hace aún más necesaria una visión de compromiso y futuro. Hay que plantearse si es factible vivir en estas islas sin producir un porcentaje significativo de productos frescos, si es posible vivir en una cultura interminable de derroche de recursos y agotamiento de nuestros bienes más preciados, nuestra cultura tradicional, el suelo agrario, el paisaje y el medio ambiente, entre otros; Debemos reflexionar si podemos permitirnos el lujo de renunciar y abandonar una cultura arraigada y perfeccionada a lo largo de más de cinco siglos, adaptada a los elementos para sobrevivir en un medio difícil y que no regalaba nada, capaz de transformar ásperos malpaíses e inhóspitos eriales en vergeles.
Y es aquí, en el mundo de los problemas energéticos del siglo XXI cuando hay que valorar si podemos aspirar en el futuro a seguir llenando las bodegas de barcos y aviones para abastecer a más de 2 millones de personas residentes y 12 millones de turistas al año con un nivel de consumo y aspiraciones simplemente insostenible. Ante estas incertidumbres de futuro y de presente es necesario que entre todos, sin distinción de ideologías o religiones, pensemos y replanteemos nuevas fórmulas que permitan a esta sociedad afrontar un futuro mejor, con esperanza e ilusión. No valen sólo frases hechas. No aceptamos que el campo es el pasado, sino que de verdad debe constituir también nuestro futuro. No se puede hablar de progreso pensando sólo en asfalto y cemento, tampoco podremos hablar de estabilidad social si no tenemos una parcela de tierra cultivada en nuestra vida.

Wladimiro Rodríguez Brito es DOCTOR EN GEOGRAFÍA
EL DIA, 3 de Septiembre 2006